Heroes del Silencio, Sevilla 2007 – Memorias, gritos y lagrimas

 

Heroes del silencio SEvilla 2007

Por Francisco Camero.

Sevilla. Por megafonía suenan Coldplay y Oasis. Falta U2 hasta que alguien en la mesa de control pincha One (que por lo demás sí, emociona tanto como antes). Una noche de stadium rock. Son las 20.30 y en las gradas ya prácticamente repletas del Estadio de la Cartuja el público pasa el tiempo jaleando los aviones que sobrevuelan el recinto con regularidad. Cuando pasa el tercero, miles de personas escuchan Heroes, y el momento es bonito, porque la aeronave vuela relativamente bajo, ajena a la muchedumbre (uno piensa, en cualquier caso, que con esta canción de Bowie de fondo incluso una traición podría parecer hermosa o evocadora).

Hay mucha camiseta negra, mucho logotipo de la banda, también un inmenso botellón que deja al término del concierto los alrededores del estadio con un aspecto entre posnuclear y cochambroso. Hay muchos jóvenes que a la vista de la edad que aparentan van a ver por vez primera un concierto de Héroes del Silencio, un grupo envuelto en una aureola difícil de explicar, relacionada con una fidelidad orgullosa y apasionada, fabricada mucho más con el cariño de sus seguidores que con un recuento de virtudes meditado.

Puede parecer obvio, pero bueno, lo diremos de todos modos: espectáculos así no lo serían sin el público, a la postre tan importante (si no más) como los músicos en una gigantesca mise en scène pactada tácitamente por todos como un acto de recíproco reconocimiento sentimental y biográfico. Y en resumen, el grito unánime de más de 70.000 personas conmueve. Esto pasó a las 21.08, hora en la que salieron los cinco músicos (Enrique Bunbury, Pedro Andreu, Joaquín Cardiel y Juan Valdivia, la formación clásica, más el agregado Gonzalo Valdivia) hicieron acto de aparición en el escenario. Hubo entonces quien lloró y hubo quien dedicó el tiempo restante a cantarle al oído el repertorio de la noche a su pareja.

El estanque, con los arpegios característicos de la banda, abrió el concierto, que se prolongó durante unas dos horas y cuarenta y cinco minutos. Tiempo de sobra para que los de Zaragoza tocaran todas sus canciones-himno y alguna que otra sorpresa (Bendecida y Despertar, dos temas normalmente desterrados de sus directos).

Mar adentro, La carta, Deshacer el mundo, La sirena varada y La apariencia ejercieron de mechas fulminantes en la primera tanda de canciones. Luego, sediento y melodramáticamente agotado, Bunbury pidió una copa al público que cercaba la pasarela por la que el cantante corría arriba y abajo, como un muñequito gesticulante, pues eso es lo que parecía contemplado desde las lejanísimas gradas. La copa se la dieron, pero no piensen que inmediatamente (un ídolo es un ídolo, pero no paga las copas y además acostumbra a ganar muchísimos más euros que uno, y esto por supuesto lo sabía también el público).

Tardaron en darle la copa, vaya, pero todos vibraron con Bunbury, irremediablemente líder y showman y acaparador de atención y besos y clamores. Habrá muchas más razones, y la que sigue puede que ni siquiera sea la principal, pero uno de los motivos por los que Bunbury suele caer mal a quien no es fan es su proverbial vocación de estrella de rock, de cabecilla épico, excéntrico y teatral en un tiempo (la década de los noventa) a contrapelo en el que el modelo era más bien el de Thom Yorke pidiendo perdón por estar vivo y no digamos ya encima de un escenario.

Como hay un tiempo para todo, y alarde tecnológico mediante (de repente, en el extremo de la pasarela que se adentraba en el público, surgió desde el suelo una batería y varios micrófonos), Bunbury condujo a sus viejos colegas a este sitio, donde los presentó –con especial entusiasmo a a Juan Valdivia– y recordó el pasado y según él la verdadera condición del grupo: “Una banda de bares con barra de cerveza y cuatro focos. Así empezamos”, dijo, antes de que la formación se dedicara durante un buen rato a interpretar un cancionero más pop, más sereno e intimista (en la medida de lo posible, claro, teniendo en cuenta el lugar), en el que se incluyeron composiciones como La herida, Héroe de leyenda y, entre otras, Apuesta por el rock & roll, su momento aproximadamente country.

El tramo final fue coser y cantar. Nueva partida de temas emblemáticos: El mar no cesa, “uno de los favoritos de todos nosotros”, aseguró Enrique Bunbury, Entre dos tierras, Maldito duende, Iberia sumergida, Avalancha, Nuestros nombres… A la fiesta se sumó Phil Manzanera, cofundador de Roxy Music y productor de algunos discos de Héroes del Silencio que ayer tocó la guitarra con sus amigos. Y así se sucedieron las batallas ganadas de antemano hasta que llegó En brazos de la fiebre y con ella, el fin de este apéndice fugaz en la historia del grupo (de las descorazonadoras causas de la necesidad de las discográficas de confiar sus éxitos apabullantes a bandas resucitadas hablamos mejor en otra ocasión, aunque no hay mucho que rascar y son evidentes).

Por lo demás, pasada una hora y media del final del concierto, una cantidad importante de personas aguardaban en las inmediaciones del Estadio de la Cartuja la llegada de autobuses, insuficientes según algunas de las presentes. A lo mejor alguien de este grupo vio a Juan Valdivia asomado en un balcón del hotel de este recinto, con la cabeza apoyada en su mano y gesto cansado y emocionado, cuentan quienes lo vieron. Y entonces, de nuevo, corrieron lágrimas. Emoción a flor de piel, en fin.

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